El buscador de tesoros.



Juan no era un chico corriente. Poseía una gran inteligencia. Era un chico listo, despierto, avispado y resuelto. Cuando quería algo, lo buscaba, sin más. No se andaba con remilgos, ni rodeos, ni excusas. No hacía caso de las miradas ajenas, ni del "qué dirán". Siempre desoía los consejos que le daban.
Tenía muchos defectos, pero los compensaba con una gran virtud: era un líder. Dentro de un reducidísimo grupo de gente -los amigos del barrio- pero líder, al fin y al cabo.
Sus amigos le admiraban. No conocían a nadie con tanta determinación como Juan, ni con una bicicleta tan bien preparada como la suya.

Juan no iba al colegio, no veía la televisión, ni sabía quién era el presidente de los Estados Unidos.
No había montado en avión, ni en barco, ni en tren. Nunca había visto el mar, ni oído hablar de la depreciación del dólar.

No conocía la tabla periódica de los elementos, ni a qué temperatura se congela el agua.

Pero tenía una cosa muy clara: si encontraba algún tesoro, siempre había alguien que pagaría por él.

Por eso, Juan salía cada mañana, decidido a encontrar nuevos tesoros que vender, buscando entre contenedor y contenedor.

 Hice esta fotografía, un domingo cualquiera, en una ciudad cualquiera.

Un jarro de agua fría.


Perdí el vuelo y tuve que pasar la noche en el aeropuerto.
Maldiciendo mi suerte por haber quedado atrapado en el atasco que produjo mi retraso, me acoplé, hecho un cuatro, en una silla de plástico, tan moderna como incómoda.
Los pasos de los transeúntes, producían un eco que  rebotaba en aquel gran espacio de cristal y cemento.
La noche recorría su camino lentamente.
El reloj avanzaba despacio, perezoso,  torpe, tan cansado como yo. Parecía querer condenarme a una noche eterna.
Pude observar cómo pasaban, una por una, todas las horas nocturnas.
Finalmente, llegó la mañana. Con mucho sueño, un fuerte escozor en los ojos, el cuerpo dolorido y la espalda fría, me dirigí a la cafetería, para poner a tono mi destemplado cuerpo con algo caliente.
Mientras esperaba a que me sirvieran, vi, de lejos,  a una joven que caminaba por la gran sala de espera del aeropuerto. No llevaba equipaje. Tenía el pelo rubio. Se le adivinaban los ojos claros. Llevaba unos vaqueros y una camiseta, que dejaban presumir su hermosa silueta.
Hubo un instante, cuando ya se acercó lo suficiente,  en que nuestras miradas se encontraron. Entonces ella dirigió sus pasos hacia donde yo estaba, sin dejar de mirarme.
Su belleza y la firmeza con que me miraba, me hicieron olvidar el sueño, el  escozor de ojos, los dolores y el frío en la espalda.
Empecé a alegrarme de haber quedado atrapado en aquel atasco.
Sin embargo, a medida que se acercaba, fuí observando detalles que, a lo lejos, no había visto.
Tenía la ropa sucia. Su pelo, aunque rubio, estaba sucio y mal peinado. Bajo sus ojos azules, tenía unas pronunciadas ojeras.
Cuando llegó hasta mí, extendió su mano derecha, con la palma hacia arriba.
Dejando ver algunos huecos donde antes tenía dientes, me hizo una pregunta que me dejó sin palabras.

-¿Tienes algo suelto?




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Durante unos días, he tenido un problema con el ADSL.
Después de quejas, llamadas, reclamaciones y enfados, he cambiado de compañía.
Ahora todo vuelve a su cauce.
Disculpad mi ausencia.
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