Cuando cruzaron el pueblo, el soldado Carpenter iba asomado por la escotilla superior de su carro de combate.
Vio unos niños jugando a las canicas, para los que un convoy de guerra no suponía ya una novedad.
Tan solo una niña, que abrazaba cariñosamente a una desharrapada muñeca, levantó el brazo para saludar a Carpenter.
Pasados dos días, obligados a retroceder por un cambio de estrategia, volvieron a cruzar aquel pueblo, ya convertido en escombros.
Carpenter detuvo su vehículo unos instantes, se asomó por la escotilla superior y observó cómo un perro mordisqueaba una muñeca manchada de sangre.