El debut.



El día de su debut, mientras escuchaba el murmullo impaciente del público, el joven Nuño se tragaba los nervios sin masticar.
Cuando subió  al entablado, la muchedumbre irrumpió en eufóricos gritos y aplausos.
Tras una breve introducción del alguacil, le tocaba a Nuño hacer su trabajo.
Se hizo el silencio.
Nuño  se colocó en su lugar, agudizó la vista a través de los agujeros de su capucha, adelantó una pierna y elevó el hacha. Un rayo de sol impactó en el metal del arma, produciendo un reflejo tan brillante, como macabro.
Rotundo, preciso y poderoso, con los nervios ya digeridos, Nuño consiguió decapitar al condenado de un solo golpe.
El silencio se transformó, de súbito, en una locura colectiva de exclamaciones sin sentido, al tiempo que Nuño mostraba la desalmada cabeza del desdichado.
En primera fila, una mujer se mantenía en silencio, mirando fijamente al verdugo,  mientras le resbalaban dos lágrimas por las mejillas.

Complacida, pensaba para sí: “Qué bien lo ha hecho mi niño. Ha nacido para esto”.



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