El paciente atravesó la puerta de la consulta con paso lento, colgó su sombrero y su abrigo en el perchero y se tumbó en el diván.
Me temblaban las manos y sudaba sin parar. Nunca había tratado a alguien así.
Tragué saliva, respiré hondo y traté de actuar con la mayor naturalidad posible.
–Y bien,
–comencé a hablar, casi sin voz
– ¿en qué puedo ayudarle?
–Ya no soy el que era, doctor.
–Su voz sonó rotunda, pero inofensiva, como un trueno lejano.
–Durante mucho tiempo, tuve mucho poder. Tenía comprados a muchos policías, políticos, jueces, militares, hombres de negocios... gente importante. Todos me temían. Tenía el mundo en mis manos. Hasta los niños tenían pesadillas, si les hablaban de mí. Mi maldad me hizo temido y respetado al mismo tiempo.
–¿Eso ya no es así?
– pregunté, tras un silencio prudencial.
–No, doctor,
– se lamentó
–, las cosas no son como antes. Si sale usted a la calle, podrá encontrar, en cada esquina, más maldad de la que yo pueda administrar. Nómbreme en cualquier sitio y verá cómo se ríen de usted. Muy pocos me temen ya. Para alguien como yo, no ser temido es, casi, como no existir. ¿De qué me sirve llevar la vida que llevo, si nadie me tiene miedo?. En fin, doctor. No le quiero aburrir. Sé que no puede solucionar mi problema y creo que no ha sido una buena idea venir, pero me ha venido bien desahogarme un poco. Además, seguro que me recupero. Esto es sólo un bache.
Se levantó, caminó lentamente hacia el perchero y volvió a ponerse el abrigo y el sombrero.
–Gracias por escucharme, doctor.
–Me dio la espalda y siguió hablando, mientras caminaba hacia la puerta
– Aún me queda algo de lo que fui, de modo que, si alguna vez necesita un favor, no dude en avisarme.
Cuando abandonó la consulta, cogí mi pañuelo y, con las manos aún temblorosas, me sequé el sudor de la cara.
A pesar del frío, mantuve las ventanas abiertas durante todo el día. No podía soportar el fuerte olor a azufre.