El 27 de septiembre de 2006, sucedió uno de esos acontecimientos. Fue en un hospital.
Nunca me han gustado los hospitales. Son fríos, mal decorados y poco acogedores. Feos por dentro y por fuera.
El ambiente que se respira en ellos es sofocante. Los pasos suenan con un tétrico eco. Las puertas tienen las visagras mal engrasadas y gruñen al abrirse y cerrarse. Las ruedecitas de las camillas chirrían. Los tubos fluorescentes que iluminan las estancias parpadean. Los hospitales albergan miedos, incertidumbres, nerviosismo, hastío y tristeza. La gente suele mostrar un rictus serio cuando está en ellos.
El 27 de septiembre de 2006, yo estaba dentro de un hospital, esperando. Esperaba un sonido. No el gruñido de una puerta, ni el chirrido de las ruedas de una camilla, ni el tétrico eco de los pasos de la gente, ni el pequeño chasquido que emiten los tubos fluorescentes cuando parpadean. Yo esperaba otro sonido.
Pasados algunos minutos de las diez de la mañana, lo escuché. Al fin llegó. Un sonido agudo, insistente, repetitivo, enérgico, esperanzador. El llanto de mi segundo hijo. La espera había terminado. El objetivo estaba cumplido. Las dudas, despejadas. Poco rato después, unos pasos, que ya no hacían eco, se me acercaron. Era una enfermera que, con una tierna sonrisa, me entregó el bebé, al tiempo que me informaba de que todo había salido bien. La cesárea había transcurrido con normalidad. La mamá se encontraba perfectamente. Sólo tenía que recuperarse un poco de la anestesia. La enfermera se fue.
Mi hijo y yo nos quedamos solos en aquella habitación, empezándonos a conocer. Yo ya no sentía miedo, ni incertidumbre, ni nerviosismo, ni hastío ni tristeza.
Estábamos en un hospital en el que, de repente, los tubos fluorescentes dejaron de parpadear, las visagras de las puertas ya no gruñían y las ruedas de las camillas no chirriaban.
El 27 de Septiembre de 2006, me gustó el hospital.
José María: hoy cumples tres años.
¡Felicidades!
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