Hacía frío. Eran las nueve de la noche. Luis llegaba a casa tras un duro día de trabajo. Desde dentro del hogar, el sonido de los pasos de Luis aumentaba a medida que se iba acercando a la puerta. Se produjo una breve pausa.
Sonó el tintineo de un manojo de llaves y ese suave redoble que se produce cuando una llave penetra en su cerradura. Dos golpes secos y la puerta se abrió.
Todos esos sonidos eran muy familiares para Pedro, el hijo de seis años de Luis. Cada día, cuando se acercaba la hora, estaba atento a la llegada de su padre para darle un efusivo recibimiento.
Antes de que a Luis le diese tiempo a sacar la llave de la cerradura, el niño ya corría hacia el portal de su casa, con los ojos muy abiertos, luciendo amplia sonrisa, con los bracitos extendidos para abrazar a su padre.
-¡Papá!- gritó Pedro mientras saltaba hacia su padre, que lo abrazó en pleno vuelo.
-¡Hola, mi pequeño!-Luis apretó a Pedro contra sí, mientras éste reposaba la cabecita sobre su hombro.
El abrazo duró unos segundos, durante los que padre e hijo se sintieron recompensados tras el ajetreado día.
Después Luis bajó al suelo a su hijo.
-Déjame cerrar la puerta, hijo, que se va el calor de la calefacción.
-¿Me lo has traído?-preguntó Pedro con una sonrisa cómplice.
-Bueno...-poniéndose en cuclillas y urgando en el bolsillo de la chaqueta- déjame ver... ¡Hombre, aquí está!. Toma.
-¡Bieeeeen! ¡Es el último que ha salido, el más evolucionado!-Gritó Pedro mientras apretaba en sus manos un extraño muñeco de los pokémon.
Padre e hijo se volvieron a abrazar y se encaminaron hacia el salón, donde Matilde, esposa de Luis y madre de Pedro, les esperaba sentada en un mullido sofá, viendo la televisión. Padre e hijo se acomodaron junto a Matilde, que besó cariñosamente a Luis.
Matilde trabajaba hasta las tres, pero ese día trajo trabajo a casa y extendió un par de horas más su jornada laboral.
Luis había hecho muchos kilómetros. Había comido fuera, pero, finalmente, estaba en casa.
Pedro, cuando salió del comedor del colegio, asistió a clase de kárate en el gimnasio de la esquina. Después, ya en casa, se duchó, merendó e hizo los deberes.
Los tres estaban cansados, pero contentos por haber llegado el momento de la cena. De la tranquila conversación. Del relato de las anécdotas del día.
Formaban una familia normal y agradable. Aquél era un hogar como la mayoría de los hogares del vecindario.
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Lo que he relatado aquí me resulta bastante familiar. No es autobiográfico, pero muy similar a lo que yo vivo y, seguramente, a lo que vivís o conocéis los que lo habéis leído.
Por eso he tardado diez minutos escasos en escribirlo. Son cosas cotidianas, que pueden ocurrir en mi casa o en la de cualquiera de mis vecinos.
Sin embargo, he intentado hacer el mismo relato, con los mismos personajes, pero en un lugar distinto. He tratado de situar a Luis buscando chapas en un estercolero para tapar las goteras de su chabola; a Matilde cargada de hijos intentando abrigarlos con harapos; A Pedrito fabricando adobes de barro durante 18 horas al día.
Pero me he dado cuenta de que tardaría mucho más de diez minutos en escribir esa historia, pues esas circunstancias -mea culpa- no me son familiares. Eso no significa que no existan. Millones de familias en el mundo viven en unas condiciones que se alejan mucho de las de la familia que he presentado aquí.
¿Qué magnitud debe tener la miseria de una familia, para desembocar en que un niño de cinco o séis años tenga que trabajar 18 horas al día?
Todos somos el niño que fuimos.
Entonces,quien no ha sido niño nunca ¿quién es?